Yo tampoco veo series
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De un tiempo a esta parte -para ser exactos desde finales de enero de 2020, desde antes de la pandemia- he dejado de ver series. Si es ahora cuando vengo a dar noticia de ello, es debido a que, hace ya algunas semanas, tuve oportunidad de escuchar una entrevista a Juan Manuel de Prada en televisión donde declaraba su rechazo a estas ficciones. No mucho después, mi amigo Manuel Hidalgo, en otra entrevista televisada, se pronunciaba en semejantes términos. Aplaudo la valentía de uno y otro. Destacarse en contra de las series en un tiempo en que las series en streaming se han convertido en un fenómeno de masas, es un acto de afirmación individual digno del mayor encomio. Y luego está mi coincidencia absoluta con las afirmaciones de ambos. Es raro que, en lo que se refiere a gustos y aficiones, no coincida yo con quienes se apartan de las masas. Todo el tiempo que se emplea en ver series se resta directamente a dos asuntos que cuentan mucho más, infinitamente más, en el orden de mis prioridades: el cine y la lectura.
Sin embargo, como hace ya cinco años, en esta misma bitácora, publiqué una serie de artículos bajo la etiqueta Series de televisión, inspirados por el entusiasmo con el que descubrí lo que entonces fui a llamar "nueva narrativa televisiva", quiero dejar aquí constancia de mi nuevo parecer.
En realidad, no vengo a desdecirme de nada de lo apuntado entonces, salvo del epígrafe de la etiqueta. En lugar de Series de televisión debió rezar Series en streaming. La escritura de mi libro sobre David Lynch me obligó al visionado de la primera temporada de Twin Peaks (1990). Que no la viera en su momento, veintiséis años antes de mi trabajo sobre su realizador -que en Twin Peaks, para ser exactos, fue el encargado de la continuidad entre los distintos episodios; director, sólo de alguno de ellos-, ya es un dato bastante elocuente sobre mi escaso interés en estas ficciones espurias. Espurias, sí, como pretendo explicar más adelante.
De niño vi esporádicamente algún episodio de Viaje al fondo del mar (Irwin Allen, 1964), El agente de C. I. P. O. L. (Sam Rolfe, 1964) y cuantos me fue posible de Los guardianes del espacio (1965-1966), así como del resto de aquellas maravillas con las marionetas que hacían Gerry y Silvia Anderson. Pero eso de sentarme a pasar la tarde viendo la televisión, no lo he hecho en la vida. La pequeña pantalla, en su conjunto, siempre me ha parecido un sucedáneo de la grande. Lo mío siempre fue el cine, el cine y la lectura.
Lo que ocurrió fue que, en el otoño de 2016, puesto a escribir sobre Lynch, descubrí una televisión nueva, que no tardé en verificar en otras propuestas de la antena finisecular -Doctor en Alaska (Joshua Brand, John Falsey, 1990-1996), Buffy cazavampiros (Joss Whedon, 1997-2003), Ally McBeal (David E. Kelley, 1997-2002)...- muchas de las cuales me eran conocidas poco más que de referencia, por haberlas seguido mi esposa con esa avidez que se siguen las series; otras, porque gustaba tenerlas de música de fondo mientras me hacía la comida, ése es todo el tiempo y la atención que dedico yo a la televisión a lo largo del día. Si en ellas había una actriz del encanto de Sarah Michelle Gellar (Buffy) o Calista Flockhart (Ally), incluso las miraba por encima durante la comida. Eso, sí: no recuerdo haber visto entero ni un solo capítulo.
En fin, guiado por aquel entusiasmo que me produjo el descubrimiento de Twin Peaks, sí descubrí varios exponentes de esa nueva narrativa televisiva -la antológica de Ryan Murphy y Brad Falchuk, American Horror Story, en emisión desde 2011; Penny Dreadfull (John Logan, 2014-2016)-, con el interés que lo hacen los amantes de estas ficciones espurias.
Pero vi todas las series que alimentaron aquel entusiasmo efímero en el monitor del ordenador que, a diferencia del televisor, amo como a muy pocas cosas. Supongo que no faltarán quienes estimen que esto último es una solemne majadería. Sin embargo, se crea o no, en mi mitología personal, el monitor es mi ventana al universo y la televisión, ya digo, un sucedáneo del cine. Hoy por hoy, incluso veo más películas en el monitor que en ningún otro sitio, que, por supuesto, es HD y el más grande que me ha sido posible. ¡Aún echo de menos los scope y los grandes formatos de pantalla de la exhibición cinematográfica de antaño!
Hoy por hoy, cuando no estoy con mis lecturas, estoy frente al ordenador. Y soy feliz, todo es dicha frente a esta otra pantalla. Donde, además de escribir, también leo toda la información que requiero y veo películas. El resto son esos paseos, que sientan tan bien cuando se empieza a ser un anciano. Estoy tan satisfecho con mi cotidianidad que lo único que le pido a la vida es más de lo mismo.
Fue así, en medio de mi pequeño paraíso, como descubrí la nueva narrativa televisiva. Si hubiera tenido que sentarme frente a la pantalla del televisor un día y a una hora determinados, no estaría escribiendo estas líneas porque seguiría sin haber visto ni una sola serie entera. De hecho, uno de los principales motivos de esa eclosión de las series al que asistimos es que ya no son series televisivas; son series en streaming. Si a alguien le apetece, puede pasarse un fin de semana entero viendo temporada tras temporada. De hecho, hay gente que lo hace. Pero eso no convierte a las ficciones narradas en espurias. Si acaso, pudiese hablarse de cierta propensión a la alienación del espectador mediante el procedimiento en que se visualizan.
Particularmente, desde que fui descubriendo las primeras, concluí que la novedad consistía en hacer cine de autor para la televisión. Anteriormente, las series de televisión obedecían a los parámetros que marcaban los índices de audiencia. Muy por el contrario, las series en streaming obedecen a los criterios del cine de autor, en el sentido de que el creador -el equivalente al realizador cinematográfico- plasma su propio universo. Esto da pie a que, en su conjunto, las series en streaming sean propuestas eminentemente estéticas: el cine de autor suele ser esteticista porque la estética -no necesariamente preciosista- es una de las principales formas de expresión de los autores. Nada que ver con la funcionalidad de las series de televisión al uso. Creo que hay que diferenciar entre las series de televisión y las series en streaming.
Efímero y en verdad limitado -no he visto Los Soprano (David Chase, 1999-2007) ni Breaking Bad (Vince Gillian, 2008-2013), entre otras muchas de las más celebradas- concluí que cuanto tienen de bueno las series en streaming proviene del cine. Juego de tronos (David Benioff y D. B. Weiss, 2011-2019), sin duda una de las mejores, es lo que ya había hecho Peter Jackson en la gran pantalla, diez años antes, en su trilogía de El señor de los anillos (2001): la puesta en escena de una fantasía épica. En la gran pantalla, la de Tolkien; en el streaming, la de la Canción de hielo y fuego de George R. R. Martin. Fargo (Noah Hawley, 2014-), a mi juicio la mejor de las innumerables policiacas, no oculta su herencia del universo de los hermanos Coen en la cinta homónima.
Pero su imitación del cine de autor -o comercial de calidad- no convierte a las series en ficciones espurias. Lo que lo hace, lo falso en ellas es la prolongación de los argumentos por parte de sus responsables hasta el agotamiento absoluto del asunto original. Por eso, en todas estas variaciones sobre el mismo tema, hay episodios que fallan, que en una narración atenta a un desarrollo lógico no hubieran merecido más que una secuencia y en la serie espuria son objeto de todo un episodio. Son entregas concebidas, no para aportar nueva información a la narración, sino para alargar de un modo impostado la temporada. ¡Y qué decir de las últimas temporadas! Incluso las de Penny Dreadfull y American Horror Story no estuvieron a la altura de las anteriores. Tanto fue así que en Penny se intentó traspasar a Los Ángeles de los años 30 su nuevo asunto: el fracaso fue aún más estrepitoso. En cuanto a American, me quedé en la sexta temporada. Tengo entendido que hay otras seis más. Pero, salvo error u omisión, no se han estrenado en España. Y es casi proverbial lo malo que resultó el final de Juego de tronos.
Desde un punto de vista artístico, podemos denostar todas las creaciones que surgen en base a un criterio comercial. Verbigracia, el noventa por ciento de las series televisivas que obedecen a los índices de audiencia. Por este mismo planteamiento podemos rechazar el noventa por ciento de las series en streaming, espurias porque dilatan las dimensiones propias de las historias que cuentan para vender más temporadas. Ahora bien, en el pecado va la penitencia, a la larga, eso es lo que acaba con ellas.
En fin, vuelvo a mis películas de toda la vida. Tanto es así que estaba a punto de cancelar mi suscripción a Netflix cuando descubrí todas las cintas europeas del amado siglo XX que nos brinda esta plataforma. Especialmente escandinavas -Carl Theodor Dreyer, Victor Sjöström, Mauritz Stiller, Bo Widerberg, Jan Troell...- e inglesas: Carol Reed, los hermanos Boulting, el Hitchcock silente digitalizado, un espléndido paquete de la Ealing. Pero también francesas -el Renoir silente, también digitalizado, el Chabrol menos visto, el Marcel Carné último-, alemanas -Volker Schlöndorff- e italianas. Por no hablar de los títulos Corea del sur y Bollywood. Resumiendo, llevo más de un año dando cuenta de tanta maravilla, cintas que no tuve oportunidad de ver ni en los casi cuarenta años que frecuenté la Filmoteca.
Creo que la eclosión de las series empieza a remitir en general. En cualquier caso, yo he dejado de verlas. Lo mío es leer y ver películas. Las masas, las mayorías que vean lo que quieran.
Publicado el 10 de septiembre de 2022 a las 18:00.